El mayor afrodisíaco

18 enero, 2021

Por Alejandro Moronta

Una persona muy importante dejó su oficina para ir a una de las líneas de producción en la empresa que dirige, y en esa área se requiere el uso de vestimenta o protección apropiada.  Esta persona no andaba vestida de acuerdo con los requisitos exigidos y alguien le señaló que debía llevar consigo la ropa o zapatos adecuados.  Con un “esta fábrica es mía” se cerró el tema y no se volvió a hablar del asunto, al menos en ese momento.  Cuando se retiró, y aún perdura, el comentario por lo bajo es que las exigencias de la empresa sólo aplican a ciertas personas.

En un segundo episodio, la cabeza de una multinacional, visitaba una de sus fábricas.  Las instrucciones eran que todo vehículo que fuera a salir de las instalaciones debía ser inspeccionado.  Al concluir el día, cuando el automóvil en que iba el ejecutivo llegó a la puerta de salida, el guardia de seguridad, quien no conocía ni el vehículo ni sus ocupantes, exigió que abrieran el baúl del auto.  El ejecutivo, más que molestarse, felicitó al empleado, comentando que éste estaba cumpliendo con su trabajo.  De forma más específica, en términos empresariales, dijo más tarde que para eso era que le estaba pagando.

La primera y la segunda son dos anécdotas contrapuestas, las dos caras de una moneda, con dos reacciones muy diferentes por parte de estos directivos.  La pregunta inquisidora sería, ¿con quién le gustaría trabajar?  ¿A quién quisiera un profesional joven utilizar de modelo o referencia en su carrera?

Yendo hacia atrás en la historia, viene el caso de una figura pública.  Conocido por sus grandes habilidades de estratega, conocimientos de geopolítica y una variedad de acompañantes femeninas a eventos sociales, uno de los personajes de mayor renombre durante los años setenta era Henry Kissinger.  Este profesor de historia de Harvard pasó a la vida pública, primero como Consejero de Seguridad Nacional y luego como Secretario de Estado durante los gobiernos de Richard Nixon.  Kissinger, cuya estampa personal distaba mucho de ser un galán de Hollywood, al ser cuestionado por andar con actrices, respondió que “el poder es el mayor afrodisíaco”.

El poder es misterioso.  El poder atrae, las personas suelen buscarlo, pues da esa sensación de dominio y control.  Usualmente asociado a regímenes totalitarios y al ejercicio de la cosa pública, por duro que parezca, empieza en las familias.  Si eso es en las familias, imagínense cómo será en organizaciones donde hay dinero de por medio.  Sobre las causas del poder no vamos a abundar aquí.  Ese es un campo más profundo.  Sí vamos a destacar que, como en las dos primeras anécdotas, reales, el poder puede ejercerse de diferentes formas.

Del mismo modo en que el poder camina solo, también suele compartirse.  Así como Maslow hablaba de la necesidad de pertenencia, en las organizaciones se dan los anillos de poder.  Hay intereses comunes que hacen que los miembros de un organismo se afilien consciente o inconscientemente a una o más personas, y es que el poder necesita autoalimentarse.  Hay necesidad de atrincherarse defendiendo lo suyo, pero parecen olvidarse del propósito de la organización, para con frecuencia, pasar a manejar sus propias agendas.


Hay intereses comunes que hacen que los miembros de un organismo se afilien consciente o inconscientemente a una o más personas.


En el primer ejemplo hubo una muestra de poder, pero no de liderazgo.  Un muy mal ejemplo, que dista de enorgullecer a los empleados, provocando frustración y resignación dentro del equipo, particularmente entre los más comprometidos con hacer las cosas bien hechas.  ¿Cómo se le puede exigir a quienes trabajan en esa área que respeten las normas que ha establecido la compañía?

En un último evento, un empleado realizó un trabajo según las directrices del lugar donde laboraba.  Quien dirigía esta organización, revisando algunos puntos, entendió que no se habían cumplido sus instrucciones, pero olvidó un detalle y recriminó duramente al empleado delante de otras personas del grupo de dirección.  El subalterno, dentro de su molestia, pero con calma, respondió con todos los detalles posibles y pudo demostrar que no había hecho nada en contra de lo establecido.  Quienes estaban con el reclamante le dijeron que se había excedido.  Tácitamente, le dejaron saber que hubo un abuso de poder.  El empleado no recibió disculpas por lo sucedido.  Lo hecho, hecho está.  Similar a la primera anécdota, hubo aquí una necesidad de satisfacer el ego. El ego y el poder suelen andar en pareja y forman parte del aliño.  La soberbia también es parte de los ingredientes de esa receta.

De todo lo anterior, ¿qué se logra con las actitudes que abochornan a los que están en los niveles bajos de la estructura de una institución?  Para empezar, se empieza a perder el respeto y la confianza, y esas son arenas movedizas.  Como consecuencia, se genera aversión, que lleva a la baja en la productividad y a que el personal pierda el interés en hacer un buen trabajo, de forma consciente, porque en su íntima convicción, no creen que vale la pena.  Más que lealtad, algunos conformistas o camaleones institucionales permanecen en sus puestos, mientras que otros empiezan a buscar otros horizontes.

Si bien los empleados son ofendidos, en verdad, el detrimento cae sobre la persona que tiene el poder y hace saber que lo tiene.  Su figura, en vez de crecer, disminuye.  Es un efecto bumerán.  Son casos típicos en que la autoridad se ejerce a través de la coerción y el miedo, no ganada por el respeto, conocimiento o dotes de liderazgo.  De nada valen los eslóganes y las políticas si las acciones y los hechos hacen que la cultura sea un castillo de arena o de naipes.

Puede que el poder sea afrodisíaco, cosa que puede resultar muy atractiva, pero a la larga, el poder, más bien el abuso de él, no perdura, se puede llevar empresas de encuentro y causar mucho daño.  El legado positivo, los buenos recuerdos, el agradecimiento y el liderazgo, permanecen.  Y todos ganamos.