Doctorado en servicio al cliente

13 septiembre, 2019

Por Alejandro Moronta

Como consultor, tomo ventaja para aprender de todos los eventos que me suceden, y se aprende mucho de las personas más sencillas, de esas que no han tenido la oportunidad de exponerse a muchos de los conceptos de gestión que hacen grandes a las organizaciones.

Aprovecho mis viajes al interior para aprovisionarme de diferentes productos, y recientemente tuve una experiencia interesante. De regreso a casa, me detuve a comprar algunas cosas en un puesto de frutas y vegetales. Tal vez porque era al final de día, pero la actitud del caballero quien lo atendía no era motivadora para comprar. Le pregunté por un artículo, y con cierto desgano me respondió el precio. No me dijo nada más. Respondió exactamente a mi pregunta, y cansado, me marché.

Unos 200 metros más adelante, había otro pequeño negocio. Me detuve. Una señora lo atendía, y al lado estaba su hijo, un hombre joven. Pregunté por el mismo artículo de hacía un par de minutos. La dama me dijo el precio, que era el mismo del puesto anterior, pero resaltando algunas diferencias en su respuesta. Para empezar, el tono era diferente. Añadió que me acomodaba el precio y me invitó además a que pasara a su modesto local, aprovechando para ofrecer otras vituallas.

“¿Quiere llevarse X artículo?”, decía señalando a su oferta, y lo hacía sin que resultara molesto o con insistencia. Me detuve a comprar una sola cosa y terminé con cuatro. Cada una incluía unidades adicionales, peso o de un tamaño mayor a lo que debía pagar. Su hijo me ayudó a cargar lo que había comprado y al ver algunos objetos que tenía en mi vehículo, me preguntó que si era ingeniero. Me comentó que él trabajaba en una empresa multinacional cercana. Les dí las gracias, y la madre se despidió motivándome a que me detuviera en una próxima ocasión.

Me he detenido dos veces más. En la segunda ocasión el hijo no estaba. La señora me recibió con un abrazo. A pesar de ser un relativo desconocido para ella, era su forma de agradecer que me había detenido una segunda ocasión, y lo recibí como si la conociera de toda una vida. Muy solícita, me presentó todo lo que tenía. “¿Pelo los cocos?”, me preguntó. Y más tarde, “¿le quito la moña a las piñas?” Igual que la vez anterior se despidió muy cortésmente, deseándome un buen viaje.

La tercera vez que me detuve, igual me saludó afectuosamente. De inmediato llamó a su hijo, que estaba en la casa, frente al negocio. Me comentó que algunas cosas habían subido de precio, pero que, tratándose de mí, me las dejaba al precio anterior. Cada cosa que compré incluía un extra, que en este país le dicen ñapa. Al final me dijo “Que le vaya bien, mi hijo. Que Dios lo acompañe”. Con un amén seguí mi viaje y desde que me alejé me quedé pensando, como introduje estas líneas, en todos aquellos conceptos de servicio al cliente y calidad del servicio que en ocasiones resultan tan difíciles de asimilar para los empleados de algunas organizaciones. Paradójicamente, el cliente con que había trabajado ese día tiene varios temas con la actitud de los empleados y su falta de vocación de servir a los demás.

Esta dama me dio una gran lección, y le agrego que de proporciones bíblicas, por aquello de enseñar algunas cosas a los humildes y sencillos de corazón. La belleza de las cosas simples es que no hay que abundar mucho en ellas. Por eso lo corto de este aporte. No sé qué nivel de escolaridad tiene la dama, insisto en el término, pero para mí, tiene un doctorado en servicio al cliente.